2016 lo terminó de hacer evidente: la historia se nos muere en la cara. Los personajes que construyeron el mundo en el que crecimos dejan de hacer lo que hacían, desaparecen del ojo público o directamente pasan a otro plano de la existencia. Los héroes del siglo XX se están convirtiendo uno a uno en recuerdos, y en ese contexto, un hecho de por sí emocionante como un concierto de Black Sabbath se vuelve un hito. La banda que sentó las bases de la música pesada tocó -dicen- por última vez en Buenos Aires en el marco de su gira The End y generó, por todo eso, una sensación dual: la de estar frente a un monumento que, con todo, le escapa al bronce con una juventud abrumadora.
Ante un estadio de Vélez casi colmado, el show comienza con los truenos de "Black Sabbath", que parecen la continuidad de la tormenta que castigó a la ciudad horas antes. Al frente está Ozzy, a quien los años y los embates de la vida convirtieron en un frontman menos extrovertido, pero esa economía de recursos le suma misterio y lo vuelve todavía más oscuro. Sus alaridos en "Fairies Wear Boots" se escuchan filosos dentro del mar de graves, y en "After Forever" pierde el pitch y no lo encuentra en todo el tema (lo mismo le pasa en "Dirty Women", más cerca del final), pero en general su performance vocal y su calidad de maestro de ceremonias están a la altura de lo que la ocasión requiere.
Mientras, Tony Iommi provoca. Sus riffs roen, intimidan. Su nivel de intensidad es tal que no necesita exhibiciones de destreza: cada nota toca una cuerda sensible, nada está de más, no hay faroleo ni pirotecnia. La juventud grupal de la que hablábamos sale, en buena parte, de esa guitarra capaz de disparar un fraseo como el de "Behind the Wall of Sleep" con la misma urgencia que en 1970. Su sensibilidad de clase trabajadora es la fuente de toda pesadez en Black Sabbath, mientras que el esoterismo y la inquietud de Geezer Butler son la vidriera y el motor. El baterista Tommy Clufetos, en tanto, sube la vara de la energía colectiva (en "Rat Salad" tuvo su momento bajo las luces con un solo maratónico muy celebrado). También es parte del equipo Adam Wakeman, tecladista como su padre.
El set de catorce canciones se extendió por casi dos horas, con especial énfasis en Paranoid (1970), el debut homónimo del mismo año y Master of Reality (1971). Los temas de 13 (2013) desaparecieron del set, y tampoco hubo números de álbumes clásicos como Sabbath Bloody Sabbath (1973) y Sabotage (1975). Ese llamado a la batalla conocido como "Children of the Grave" y el infaltable bis con "Paranoid" cerraron un concierto al que sólo se le pueden objetar un par de ausencias en la lista y alguna dificultad no muy grave con el sonido. Por lo demás, los padres del metal se despidieron reafirmando su lugar en esta historia que se desvanece.