Cultura
24/02/2017 literatura
El libro de la semana: La mano del autor y el espíritu del impresor
Para el autor Roger Chartier, la ruptura que implica la imprenta, convive con un nuevo fetichismo, el de la mano, el de la firma, el de la autenticidad.
Por Damián Tabarovsky
Ya desde el comienzo, en la tercera página del prefacio a "La mano del autor y el espíritu del impresor. Siglos XVI-XVIII", Roger Chartier da una definición, sostenida luego por una serie de muy logrados ejemplos, que bien podríamos definir como programática. Sobre Chartier se ha escrito mucho y bien. Conocemos su erudición en temas como la historia del libro, de la lectura e incluso de la cultura (como su extraordinario "Los orígenes culturales de la Revolución Francesa"), más de una vez se ha mencionado su familiaridad con la Escuela de los Anales, y la forma en que su obra reactualiza esa tradición; sabemos también de un cierto gusto suyo por la amabilidad social y el exceso mediático que, tal vez, trivializa su figura y sus ideas (a pocas cosas hay que temerle más que a la figura del “gran humanista lleno de sabiduría”, apto para tapas de suplemento culturales); pero en cambio se aprecian sus lecturas sutiles y llenas de pliegues y repliegues sobre historiadores como Foucault o Michel de Certeau (esta faceta de su obra merecería incluso más atención que la que ha recibido).
Ahora también, en un breve párrafo del prefacio del libro que nos ocupa, asistimos a la invocación de un linaje, presente por supuesto en toda su obra, pero no por eso menos certero cuando hace su aparición, así, de golpe, con toda la densidad epistemológica que le asiste: Chartier se posiciona claramente en una perspectiva discontinuista de la historia. Refiriéndose al objetivo del libro, señala: “esta obra (…) se dedica a localizar las discontiunidades más fundamentales que transformaron los modos de circulación del escrito, literario o no”. Define a textos como "Don Quijote" o las piezas de Shakespeare como “compuestas, actuadas, publicadas y apropiadas en un tiempo que no es ya el nuestro”. Para lograr ese objetivo -el de localizar las discontinuidades- Chartier, con respecto a esas obras mayores, se propone “reubicarlas en su historicidad propia”. Allí, en ese pasaje programático, reside seguramente, bajo el modo de la paradoja, el interés y el encanto de la perspectiva de Chartier: se trata de un discontinuismo historicista, de una historicidad hecha de "coupures", de la convivencia al mismo tiempo de quiebres epistemológicos con líneas de pervivencia culturales.
Luego, como decíamos, siguen unas páginas de ejemplos impecables. Primero: “La más evidente de esas mutaciones está ligada a una invención técnica: la de la imprenta por Gutemberg a mediados del Siglo XV”. Segundo: a esa ruptura, esa discontinuidad, hay que leerla en sistema con algo “menos espectacular, pero sin duda más esencial (…) en el Siglo XVIII (…) la emergencia de un orden de discursos que se funda en la individualización de la escritura, la originalidad de las obras y la consagración del escritor (…). La articulación de esas tres nociones, decisiva para la definición de la propiedad literaria, encontrará forma acabada a fines del siglo XVIII, con la elevación a la categoría de fetiche del manuscrito autografiado y la obsesión por la mano del autor, convertida en garante de la autenticidad”.
Para Chartier, la ruptura que implica la imprenta -que abre la puerta a lo que siglos después Water Benjamin llamó “reproductibilidad técnica”, como un modo crucial de definir los rasgos de la alienación de la vida moderna y la pérdida de un aura trascendente- convive con un nuevo fetichismo, el de la mano, el de la firma, el de la autenticidad. Convivencia que reaparece en la actualidad, la época del éxito de lo digital: “[se trata de] comprender mejor la coexistencia actual (y sin dudas duradera) entre diferentes modalidades del escrito manuscrito, impreso y electrónico” (por cierto, habría que detenerse largamente sobre ese “sin dudas duradera”, que remite nuevamente a una dimensión programática, e incluso a una mera expresión de deseos. A falta de espacio, dejamos constancia que se incuba en esa frase una de las discusiones centrales –sino “la” discusión- sobre el estado del libro y la cultura en los tiempos venideros).
Si nos detuvimos largamente en el Prefacio es porque allí reside la pericia y la originalidad de la mirada de Chartier. Inmediatamente, como es de esperar, llegan los diferentes capítulos, dedicados, entre otros, a temas como los “Poderes del impreso”, el pasaje del “Libro a la escena”, o la relación entre “Escrito y memoria”. Cierra el libro un breve epílogo en el que Chartier cae en la tentación de escribir sobre Borges y la relación de Pierre Menard con "Don Quijote" (podría decirse que el interés del libro termina donde comienza el epílogo). De un extremo al otro de "La mano…", Chartier repone las condiciones materiales de producción y circulación de los textos en esa primera modernidad, en la que se va construyendo también la noción de espacio público. En ese sentido, una idea atraviesa los diez ensayos que forman el libro: la pregunta por “la dimensión colectiva de todas las producciones textuales”. La llamada de las vanguardias a que la literatura y el arte no sea hecho por uno sino por todos, parece haber sido antecedida en esa modernidad incipiente por la forma magistral en que Chartier hila la influencia del imprentero -más tarde reconvertido en editor-, de la tipografía, de los traductores, de los prólogos, y por supuesto, la del autor, en el éxito de ese producto, tan perturbador como banal, llamado libro.
Y no solo del libro, también de la circulación de impresos que van más allá de una serie grande de hojas atrapadas entre dos tapas. En relación a la imprenta, anota Chartier: “Lo esencial de su producción consiste en certificados, panfletos, peticiones, afiches, formularios, billetes, recibos, certificados y muchos otros 'ephemera' o ‘trabajos de ciudad’ que garantizan la mayor parte del ingreso de las imprentas”.
La cultura impresa gana la batalla, pero Chartier, una y otra vez, nos alecciona demostrando que la escritura a mano -y el texto autografiado- recorrió también un largo camino, en los pliegues de las máquinas.
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