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Hay un fusilado que vive

Fernando Carrera, en 2012.
Foto: RollingStone/ Cecilia Lutufyab

Esta mañana, en el tren de San Miguel a Palermo, Fernando Carrera trataba de recordar qué hacía en la cárcel a esa hora. No puede evitarlo: una parte de él sigue ahí. La respuesta le llegó rápido. Eran los minutos previos a la requisa, una espera traumática -¡vienen, vienen, vienen!- que se convierte en un golpe de adrenalina cuando el cuerpo de choque copa el pabellón. Suena el silbato, los presos se apilan contra la pared y los guardias registran a bastonazo limpio. Se llevan facas y drogas, cigarrillos y comida. "Forma parte del folclore", justifica con una media sonrisa. Durante siete años y medio procuró alejarse de la cultura tumbera. "Si bien conozco los códigos y las palabras, traté de que nunca se hicieran parte de mí", dice doce días después de abandonar Marcos Paz.

Su última carta fue un ayuno de protesta, un "no se olviden de mí" que duró veinte jornadas. A mate y naranjas, perdió siete kilos para completar los veinte que bajó desde su llegada. Ahora está en 71 y contando. Insólitamente vivo, lleva las marcas de los policías que quisieron matarlo con ocho balazos: uno en la cara, uno en cada hombro, uno en cada codo, uno en cada pierna y uno en el pecho.

La Justicia dio por hecho que a las 12.45 del 25 de enero de 2005, el comerciante de 27 años robó con un cómplice 725 pesos a Juan Ignes, sargento ayudante del Ejército Argentino, en Barros Pazos 5690 (Lugano). Que mientras escapaba en su Peugeot 205 blanco lo interceptaron los dos móviles de la Policía Federal que buscaban al ladrón. Y que a pesar del cerrojo, a las 13.28 escapó a contramano por Avenida Sáenz. Trescientos metros después atropelló, frente a la Iglesia de Pompeya, a Edith Custodio (41), Fernanda Silva (31) y su hijo Gastón Di Lollo (6). Los tres murieron por politraumatismos, hemorragias internas y externas.

El auto también hirió a Verónica Rinaldo y su hija Julieta Ficocelli, para después chocar con la Kangoo de los chinos Min He y Houyun He. Embarazada de tres meses y medio, Verónica sintió que se la llevaba una fuerza arrasadora. La cabeza y la columna le rebotaron contra el piso mientras se frenaba con los codos. Entonces llegaron gritos, corridas, balazos y sangre, mucha sangre. Vio un cuerpo chico sin una pierna y la aguijoneó una pesadilla: "Que no sea Juli, que no sea Juli". Era Gastón, que tenía retraso mental y esa tarde iba al pediatra. Todos habían cruzado con luz verde. La tele llegó enseguida para hablar de "locura y muerte". Julio Bazán, prócer de la patria movilera, se estremecía por el "amoral que jugó con la vida ajena y la destruyó". Los familiares pedían que se pudriera en la cárcel. Al atardecer, la tragedia tenía nombre: la Masacre de Pompeya. La mesa estaba servida.

-¿Que es lo último que recordás de aquel día?

-Ese Peugeot. El famoso Peugeot negro.

Fernando señala el panel estencileado con autos negros y policías a los tiros en la oficina de Aquafilms, la recoleta productora de Enrique Piñeyro. Es uno de los sets de El rati horror show, el film que transformó la tragedia suburbana en manifiesto estético-político. Entre lámparas esféricas y monitores espaciales, Carrera vuelve al pasado.

Aquella mañana calurosa, después de levantarse en su casa de Ituzaingó, se puso una remera blanca, un jean y zapatos marrones. Besó a Guadalupe Maidana, su mujer desde la adolescencia, y llevó a los chicos (Jennifer, de 10 años; Nicolás, de 7; Fabrizio, de uno y medio) a lo de la abuela en Villa Devoto. Subieron al cinco puertas modelo 97, con seguro al día y patente paga. En el asiento trasero reinaba el caos: la exaltación de las vacaciones de verano, el desparramo de osos y pistolas láser de Fabrizio.

Desde 2003 había cambiado la gomería por la venta de cubiertas y protectores de camiones. Esa mañana llevaba en la billetera siete pesos, un dólar y una tarjeta bancaria de Guadalupe. Se despidió de los chicos y encaró el trámite siguiente: el cruce hasta Avellaneda para cerrar el alquiler de su casa de Luján con la metalúrgica Lampe, Lutz & Compañía, que daba esa facilidad a algunos empleados. (Aunque hoy nieguen conocerlo, la relación existía: el elemento de prueba 47 de la causa es un contrato de locación por una propiedad en Balleto 992.) Tomó Hidalgo, Helguera, Pareja, San Martín y General Paz. No llevaba el cinturón puesto. Como era época de piquetes, evitó el puente Pueyrredón y optó por un desvío.

-Estaba esperando en el semáforo de Centenera y Sáenz para doblar a puente Alsina. El Peugeot negro apareció desde la derecha, haciendo un giro violento que me llamó la atención porque arriba del puente estaba el control vehicular. Por la ventanilla asomaba un tipo de pelo largo, apuntándome con un arma. Pensé que me querían chorear, estaban a diez metros. Cuando salí hacia la izquierda escuché muchos, muchos tiros, hasta que sentí un batazo en el maxilar y se me apagó la luz.

La bala entró por el labio inferior. Fernando declaró que sintió que el cuerpo se le iba. Que sólo recordaba flashes de vehículos de frente y un último impacto frente a la iglesia.

En el 504 del "operativo cerrojo" iban el sargento Pedro Penayo, el principal Héctor Guevara, los cabos Miguel Arias y Carlos Kwiatkowski. El segundo auto era un Renault 9 gris, también sin identificar, del que se bajaron el jefe de brigada Jorge Chávez, el sargento Jorge Roldán y el cabo Leoncio Calaza. Se desplegaron en abanico y acertaron dieciocho tiros contra el 205. Calaza, el chofer de remera azul y pelo ondulado, dijo que lo hicieron para repeler el ataque de Fernando, que había hecho "tres o cuatro disparos" desde el inicio de la persecución. Cuando comprobó que estaba "herido, boca abajo, sentado hacia adelante, con los brazos hacia abajo y lleno de sangre", se acercó al auto y sacó un arma de adentro. Después se hizo cargo el comisario Daniel Villar, que llegó en un Corsa verde a nombre de Rubén Maugeri.

El peluquero Maugeri es un caso saliente de civil con vocación policial. Preside la Asociación de Amigos de la Comisaría 34ª, que recauda para mantener a los uniformados felices y comprometidos. En la última década y media, le había dado la bienvenida in situ a cada comisario: tenía despacho propio. Esa tarde se dedicó a poner orden. A pasearse entre autos destrozados mientras hablaba con los efectivos de incógnito; a reunir a los medios y convertirse en el testigo clave. Había visto cómo Carrera sacaba la mano de la ventanilla y disparaba. La mañana siguiente, la crónica de Clarín empezaba así: "Cuando vio que había policías por todos lados pisó el acelerador a fondo sin medir las consecuencias".

los ojos de fernando te miran fijo, pero cada tanto viajan hacia un punto de fuga arriba y a la izquierda, donde parece guardar las claves de su inocencia. Está atrapado en una causa que puede debatir por horas, citando de memoria artículos de la Constitución y el Código Penal. La voz sale fuerte y clara, como en una declaración.

-¿Cuándo se encendió la luz?

-Arriba de la ambulancia. Lo primero que veo es el casco de un bombero que me está agarrando a trompadas en la cabeza y me dice: "¡Mirá lo que hiciste, hijo de puta! ¿Por qué no te moriste?".

-Tu versión es que atropellaste a esas personas estando inconsciente. ¿Te das cuenta de que es la parte más difícil de creer?

-Sin duda es la parte más difícil. Pero el cuerpo puede hacer cosas por automatismo. Yo te digo que sucedió así. A mí me dieron un tiro y, no sé cómo, terminé un par de cuadras adelante en una tragedia. Ojalá me hubiera dado contra un poste. Nadie habría fallecido.

-Quizá vos.

-Bueno, a mí me tiraron hasta que me creyeron muerto.

Cuando lo sacaron los bomberos había estado 45 minutos desangrándose. El interno 116 del same tardó cuarenta en hacer las nueve cuadras hasta el Penna. A Verónica y Julieta las habían llevado en cinco minutos. En el hospital lo interrogó un policía -"¿Dónde están tus compañeros?"-, mientras le metía los dedos por los orificios de bala. El juego del miedo siguió con un médico que anunció: "El tiro que tenés en el pecho te perforó el bazo. Te vas a morir despacito, así sufrís más". Como no había anestesista (estaban operando a Fernanda Silva, que murió en el quirófano), a las 16.42 lo trasladaron al Rivadavia, al otro lado de la ciudad. "Hicieron todo lo posible para ver si me moría", dice él.

Guadalupe no pudo verlo. El carancho Fermín Iturbide le dijo que estaba incomunicado. Convertido en su abogado exprés, le recomendó declararse culpable. Era el mismo ex policía que había defendido a sus colegas de la 34ª responsables del crimen de Ezequiel Demonty, a quien en septiembre de 2002 golpearon y obligaron a tirarse al río sin que supiera nadar.

Dos días más tarde, Fernando fue trasladado en bata a la comisaría, donde lo presionaron para que confesara su "verdadera identidad". Recién a la tarde le dieron un pantaloncito y un pulóver en la alcaidía de Tribunales. La bienvenida a Devoto sonó natural en la escala de hostilidades. "¿Vos sos el que mataste a la familia? Te vamos a mandar con los presos más picantes para que te maten rápido", anunciaron los penitenciarios. Terminó en la sala de internación, un calabozo colectivo con quince camas, baño y cocina. "Esto ya se soluciona", pensaba. "No puedo estar más tiempo preso." De a poco dejó de pensarlo.

-¿Tus compañeros te creían?

-Para afuera todos dicen que son inocentes, pero en rueda de presos todos se jactan de no serlo. Mano a mano entre dos presos, si te digo: "Loco, yo no tengo nada que ver", no te queda otra que creerme, porque nadie la va de inocente en la cárcel. Si sos inocente, sos gil. Y si sos gil ¿qué hacés ahí?

La primera visita fue el 2 de febrero. A Guadalupe le costó reconocer a esa especie de momia: la cara vendada, tres dientes menos, los brazos enyesados y una bruta cicatriz en el medio del pecho. Al menos, los chicos pudieron comprobar que estaba vivo.

Después de veintiocho días en Devoto lo llevaron a Marcos Paz, donde al principio pasaba veintitrés horas en un pabellón de seguridad. Un poco por buen comportamiento y otro poco por la lógica del sistema, terminó en la unidad 2, la de autodisciplina. Su celda tenía tres metros por 1,80, cama, lavatorio, inodoro, mesita, banquito y estante para la ropa. La ventana recortaba un pedazo de campo con alambrado y setos perimetrales espinosos. Alimentaba conejos y aves de corral, limpiaba la granja, corría hasta caer redondo.

Una mañana se enteró de que había muerto un compañero de trabajo que vivía en otro pabellón. "Era buena gente, un preso viejo que estaba por salir en libertad. En un momento discutió con otro y el orgullo tumbero dice que si no te peleás sos gil", resume. Muchas peleas terminaban así en la "cárcel modelo". Sólo se necesitaba tiempo libre y una faca artesanal, de esas que se arman afilando cualquier metal contra el piso.

Durante sus seis años en el pabellón procuró que el cerebro no se le convirtiera en molleja. Cuando oscurecía se dedicaba al estudio -los últimos dos años de secundario, el CBC y primero de Derecho- para llegar lo más cansado posible a la hora del cierre, porque "no hay nada peor que la noche en soledad". Siempre soñaba que estaba libre, pero aun dentro del sueño la realidad no lo abandonaba. "Nunca me acostumbré: cuando pensaba en función del tiempo -reconoce- era desesperante."

El juicio empezó el 3 de mayo de 2007. Fernando criticó a "la policía setentista que primero dispara y después pregunta" y quiso saber dónde habían impactado los tiros de su supuesta pistola. Durante un mes dejaba Marcos Paz el domingo y dormía hasta el jueves en "el buzón" de Tribunales, un calabozo que no llegaba al metro de largo y tenía seis de altura. Después de quejarse mucho consiguió una bombita eléctrica y la dieta penitenciaria -pollo hervido- en vez de sándwiches de milanesa de soja.

Sobre los miembros del tribunal, Carrera recuerda: "Prestaban atención mientras hablaban los testigos y los familiares de las víctimas, pero cuando me tocaba a mí cerraban los ojos y se estiraban el cuello".

Su defensa la tenía difícil. El juez Hugo Cataldi dirigió cursos en el Instituto Universitario de la Policía Federal y desde 2005 preside el Patronato de Liberados porteño, un puesto que no consiguió peleando con las fuerzas de seguridad.

Las 46 audiencias entregaron momentos incómodos. El sargento Ignes no reconoció a Carrera como su asaltante. Lo habían asaltado un hombre de barba y pelo largo, y otro mayor, de pelo entrecano. Y estaba seguro de que habían usado Brownings -como la que él mismo portaba en el Ejército-, no la Taurus que apareció en el 205. La persecución se reconstruyó a partir de declaraciones policiales. El tiroteo, de acuerdo con los testigos Rubén Villafañe, Gustavo Jarc y Rubén Maugeri. Los jueces concluyeron que Fernando "inició los disparos desde el interior del rodado", pero Villafañe no lo vio tirar, Jarc "razonó que hubo un intercambio de disparos" y Maugeri. bueno, era Maugeri. Después de describir a los medios cómo el ladrón había gatillado, reconoció ante el tribunal que apenas escuchó: el sol del mediodía le impedía ver bien y él estaba agachado para protegerse de la balacera.

Los fiscales llegaron una hora y media después del choque. "En ese momento había un serio problema de comunicación con la policía", reconocen a Rolling Stone. En ese lapso la escena del crimen se manejó al menos con desprolijidad. El tribunal dijo que no se hizo la prueba de dermotest para levantar deflagración de pólvora en las manos del delincuente porque la prioridad era salvarle la vida. "Supongamos que la policía no plantó la pistola ni fraguó las pruebas -plantean en la fiscalía-. Aun así, fue una locura haber generado un tiroteo en ese lugar y a esa hora."

En El rati horror show se ve al sargento Juan Leyes espantando a la gente de la escena -"váyanse, ¿o quieren salir de testigos?"- y a un testigo que relata cómo uno de los policías del 504 (que además tenía pedido de secuestro) "saca la Itaka, el del auto blanco se asusta, acelera y pasa la tragedia". Piñeyro encontró ese material haciendo lo que el tribunal obvió: estudiar el crudo de los noticieros del día. Con la distancia del tiempo, el piloto de avión rebelde, médico, cineasta y bon vivant que se cruzó de forma decisiva en la vida de un gomero encerrado en una pesadilla, cuenta su epifanía: "Yo me salvé porque en esa época tenía un 205 azul, pero lo que le pasó a Fernando le podría haber pasado a cualquiera que tuviera uno blanco".

El 7 de junio Fernando escuchó la sentencia con las manos esposadas y la vista al frente. Le dieron treinta años por robo agravado, tres homicidios, dos lesiones graves, dos leves, abuso de armas de fuego y portación ilegal de arma de guerra. Guadalupe puteó a Cataldi y le tiró dos zapatazos. A partir de ese día la rabia endureció sus rasgos. Siempre la mirarían como la mujer del asesino que dejó la sala inmovilizado, con cinco efectivos elevándolo en posición de Superman. La familia debió afrontar un achicamiento forzoso. A ella no le alcanzaba su sueldo de administrativa en la Legislatura porteña y tuvo que vender un auto, muebles y hasta la tele grande. Abandonaron la casa de Ituzaingó, les ocuparon la de Luján y se mudaron a un departamento en San Miguel. "Todavía estamos enamorados -confesaba ella por tele un año después de la sentencia-. Si no, ya habría colgado los guantes."

Fernando nació en Arroyito (cordoba) y pasó una infancia nómade. Su papá, Jorge, era jefe mecánico de una empresa que construía rutas. Vivieron en La Calera, Gualeguaychú y Santa Fe. En el 79 se quedaron en Salto. Jorge puso un taller, Mirtha una mercería y el hijo fue de pupilo a un colegio católico. "Me echaron porque era demasiado ruidoso", explica con una media sonrisa. Lo que más le movía el piso era el taller: "Estaba siempre ahí. Mi viejo desarmaba una cubierta y yo quería desarmar una cubierta. Sacaba un tornillo y yo quería sacar un tornillo. Fui aprendiendo, viendo y haciendo. Comí de eso toda la vida".

Conoció a Guadalupe en la casa de un amigo sobre el río Salto. Tenían 15 y se enamoraron. Tanto que el 16 de julio de 1993 Jorge Carrera denunció ante el tribunal de menores la fuga de Fernando, que se había tomado un micro a Buenos Aires. "Anduve a la deriva, en la calle, viéndola a Guada. Como había bronca con mi viejo, demoré un par de días en volver." Cuando decidió instalarse en la ciudad con su novia embarazada, la bronca paterna sedimentó. "Si fue él, que vaya preso", dijo catorce años después frente al tribunal. Sólo se permitió un par de lágrimas al sentarse en la oficina del abogado para escuchar cómo su hijo había llegado a Devoto.

Hasta hoy, Fernando sólo había dado entrevistas en Aquafilms y en el estudio de sus abogados. "No te olvides de que tengo ocho policías afuera", recordaba en una charla previa. La excepción llega a cambio de no publicar precisiones de sus coordenadas. Diremos entonces que los Carrera siguen en San Miguel, en una casa alquilada de ladrillo y cemento sobre una calle de tierra. Hay un baño con puerta corrediza, una cocina minúscula, dos habitaciones y ninguna cama matrimonial. En la repisa del living, una foto de Fernando gordito y la leyenda "bostero para toda la vida", más otras intervenidas por el encierro: un cumpleaños en Marcos Paz, los 15 de Jennifer celebrados con pocas ganas, el cuadrito tallado que el papá regaló ese día a "la persona que más quiero". En la puerta, un cartel en A4 que le desea el primer feliz Día del Padre en ocho años.

Ya tiene su nuevo dni lavable: el viejo estaba todo ensangrentado. También el registro de conductor. A pesar de todo, sigue disfrutando de los autos. "Soy fierrero por excelencia. Chevrolet y Guillermo Ortelli son una pasión, aunque -aclara- no sueño con correr." La reinserción lo transforma en un anfitrión bienintencionado pero inseguro; todavía no sabe bien cómo preparar el café instantáneo. Lleva un celular viejo y sencillo. "Mis hijos me ofrecieron uno con pantalla táctil, pero la tecnología me ha superado terriblemente. ¡Y los precios! Son una cosa de locos, no se puede creer."

Guadalupe dice que él también cambió. Acostumbrado al encierro, vino mentalizado para pensar en su caso, su causa, su futuro. Apeló a lo básico para reactivar los lazos. Cada vez que pasa al lado de su mujer o su hija les acaricia el pelo, las abraza, les da un beso. Necesita actualizar el reloj, que todavía marca las edades de 2005, y reinstaurar la paternidad con Fabrizio, que no encuentra razones para obedecer a ese señor que lo corrió de la cama de mamá. Fiel a su adn, Nicolás está en el taller de la esquina, especializándose en electricidad del automotor. Jennifer heredó los ojos oscuros y las cejas pobladas. "No me acostumbré a que él faltara; me adapté", precisa como si ya estuviera ejerciendo de abogada, la profesión que eligió sin que haga falta preguntar por qué. Tiene 17, la misma edad que sus padres cuando la tuvieron a ella.

El caso Carrera empezó a virar cuando la ministra de Seguridad Nilda Garré emprendió una reforma de la fuerza policial. En ese contexto, el 23 de febrero ordenó reabrir los sumarios contra los ocho policías involucrados en el operativo. Todos habían sido reubicados y ascendidos. Y el reloj volvió a cero el martes 5 de junio, cuando la Corte determinó que Casación no había hecho una revisión exhaustiva de la condena ni estudiado todos los argumentos de la defensa. ¿Por qué el ladrón se quedó con un arma si ya se había liberado del secuaz y de la plata del robo? ¿Por qué le dispararon tantas veces?

Si la Cámara lo absuelve, podría iniciar un juicio contra la Policía por el fraguado de pruebas, mientras que el Consejo de la Magistratura debería encargarse de los tribunales que lo encarcelaron. Mientras diagrama el contraataque, avisa que "bajo ningún concepto voy a permitir que me vuelvan a condenar". Tiene que parar la olla de nuevo, pero no quiere volver a la calle. En 2.694 noches cultivó fobias a los patrulleros, a los camiones del Servicio Penitenciario y a las causas armadas.

Piñeyro recibió decenas de llamados con historias parecidas desde el estreno de la película. Hoy cree que el fallo de la Corte encendió la alarma en todo el Poder Judicial. Algo así como "ustedes no pueden hacer lo que quieran; los ciudadanos sí". Desconfiado por deformación profesional, ultima detalles para el lanzamiento de Innocence Project Argentina, una ong global que se encarga de liberar presos que no deberían serlo. Ya está reclutando estudiantes de Derecho y presionando para que la policía siempre actúe uniformada e identificada.

Villa Soldati y Nueva Pompeya amanecen húmedas y con gris ceniza en el horizonte. Están en algún lugar entre la pujanza y el desencanto: quieren y no terminan de poder. La avenida Rabanal es un kilómetro de paisaje posapocalíptico, con árboles mutilados tras el temporal de abril. Cada tanto los automovilistas deciden que lo más prudente para su seguridad es cruzar el semáforo en rojo. La comisaría 36ª está repintada, tiende dos banderas que no flamean afuera y dibujos de vigilantes buenos adentro. Los de carne y hueso dicen que no saben nada de la Masacre de Pompeya, que ésos volaron todos. O mejor: "Fueron los de la 34ª". Pero allá tampoco saben. "Somos todos nuevos y ahora no está el jefe", se disculpan mientras Nilda los adoctrina desde un lcd que pasa sus discursos y los últimos operativos antidrogas.

La memoria de la tragedia se concentra en cien metros. En la esquina de Sáenz y Esquiú, la Iglesia del Rosario de Nueva Pompeya: neogótica, con torre de reloj y vitrales cubiertos. En el bazar de al lado, un empleado que no puede olvidar el cuerpo de Gastón, que entraba corriendo a saludar cada vez que pasaba con la madre, ni al policía que caminó hasta el auto de Fernando y le dio varios tiros a un metro de distancia. Aunque todavía duda de su estado al momento del choque, tiene la certeza de que aquel cuerpo "era un colador" y de que nunca disparó. También recuerda a Maugeri recaudando para la comisaría y la instrucción que se armó a dedo. "A algunos testigos los limpiaron, otros se fueron de vacaciones." Su peluquería está cruzando Sáenz. Es un salón desabrido con una señora platinada que tuerce la cara al escuchar ese apellido. "El no existe por acá", dice y se da vuelta para seguir atendiendo. Y desde la caja del supermercado Hong-Da, una mujer cuenta que a su esposo Min He también se le apagó la luz después del choque. Tuvo golpes y mareos, se recuperó, y está en China desde hace una semana. El impacto fue del lado de su amigo Houyun, que pasó un tiempo en cama con las costillas maltrechas.

La libertad de Fernando echó sal en las heridas de los familiares. Francisco Silva, padre de Fernanda y abuelo de Gastón, llamó a los medios por consejo de Cataldi. No cree en su inocencia aunque también duda de la policía. Para Miguel Angel Meggiolaro, el esposo de Edith, él "es una hiena que debería estar enjaulada. Si estaba inconsciente, ¿cómo pudo esquivar los colectivos?". Verónica siente que "los peatones fuimos los palos de bowling y él la pelota". Su bebé sobrevivió y ahora es una nena -Luana María, por la virgen- que no llora cuando se cae. "Está inmune desde la panza", dice el papá. Cuando le pregunto por la posibilidad de que Carrera sea inocente, me hace una propuesta suicida: "Te llevo a Saénz, me vendo los ojos y acelero a fondo. ¿Te animás a venir? Alguien tiene que pagar por las muertes".

Si uno no se cruzó con el auto de Fernando ni trabaja en la policía, puede darse el lujo de la distancia y marcar el número de Mariano Castex. Entonces el perito dirá que "es imposible que ese balazo no le haya dejado una severa contusión. Con el miedo y semejante tiro quedás imbécil por un rato. Los jueces y fiscales no entienden que existen los estados crepusculares. Carrera no es responsable por lo que pasó: no estaba en plena conciencia". ¿Pero podrá demostrar su inocencia? La respuesta llega como una ley elíptica: "El tiempo que pasa es la verdad que huye".

La tarde del miércoles 6 de junio, cuando le abrieron la última puerta de Marcos Paz, Fernando no sabía dónde estaba parado. Lo encandilaba la luz natural y tuvo que refregarse los ojos para disfrutar de la murga de amigos y familiares que lo asfixió con abrazos al ritmo de bombo y redoblante. Lloró con sus hijos en el viaje hasta la productora, donde dio una conferencia de prensa y masacró una picada. En el prime time, Jennifer anunció desde la banqueta de Duro de domar: "Nuestro apellido va a quedar asociado al gatillo fácil y a las causas armadas, porque hay muchos Fernando Carrera". Esa noche sus padres no durmieron.

La excitación pudo jugarle una mala pasada. En un trámite post liberación, mientras esperaba la luz verde en Tribunales, vio en su parabrisas la figura del juez Cataldi. Fantaseó con pisar el acelerador, pero prefirió dejar las cosas así. Los días siguientes fueron el reverso exacto del encierro: aceleración donde había tedio, amor donde hubo bastonazos. Por radio, Daniel Angelici lo invitó al palco presidencial para ver Boca-U de Chile. El partido era el 14 de junio a las 20.15, pero a las 19 lo esperaba Garré.

Cuando entró en el despacho ministerial, ella lo abrazó, le dio un beso en la mejilla y le dijo: "Te tengo que pedir perdón en nombre del Estado". El, que seguía sin entender demasiado, le dio una respuesta cargada de corrección política: "Gracias, ahora entiendo lo que es un gobierno popular". Llegó a la Bombonera con el partido empezado y lo conocía todo el mundo. No sabe si los boleteros le franquearon la entrada por eso o por la invitación oficial. Nunca llegó al palco, pero desde la preferencial tuvo a los jugadores todavía más cerca. Entonces se sentó, saltó con el segundo gol y miró la fiesta a su alrededor.

-¿Qué fue lo primero que pensaste?

-Cómo me cambió la vida.

Pablo Corso

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