Si bien ya le había presentado 57 causas judiciales, más otras 117 sanciones directas contra Shell, Guillermo Moreno no estaba satisfecho. Buscaba algo más: dar con una acción ejemplificadora que realmente molestara a su archienemigo, quien se resistía a dejar planchado el precio de la nafta en Shell, tal como ordenaba el gobierno kirchnerista. "Ya está, ¿alguno conoce un buen traductor de holandés?", sorprendió a su auditorio, que a esa altura del convulsionado 2007 ya no se sorprendía fácilmente ante los arranques del secretario de Comercio Interior. El dueño de una pyme, el lobbista de una cadena de supermercados, el vocero de una cámara de comercio y dos asesores (amigotes de Moreno) lo miraron con desconcierto. Sentado en la cabecera de la mesa maciza de su oficina, protegido por un salpicado de imágenes de Perón, Gardel, el general San Martín, la Virgen María, San Cayetano y San Jorge (un santo que mató a un dragón con su espada), Moreno desarrolló el plan: "La Corona holandesa tiene acciones en Shell. Así que le voy a mandar una carta a Máxima Zorreguieta para que lo echen".
Pese al entusiasmo mostrado esa tarde por Moreno, la idea de la carta a la reina de Holanda nunca se concretó. Y Juan José Aranguren seguiría ocupando el cargo de presidente local de la petrolera anglo-holandesa, la segunda en cantidad de estaciones de servicio en Argentina, durante ocho años más.
En 2011, al recibir un premio de la revista Fortuna a la Mejor Empresa Petrolera, Aranguren afirmó desde el estrado de la Bolsa de Comercio: "Quiero agradecer también al licenciado Mario Guillermo Moreno, porque sin su denodado y dañino esfuerzo nuestra compañía nunca hubiese alcanzado el reconocimiento que hoy merece".
El reconocimiento mencionado por Aranguren era una forma de tomar partido por el CEO de Shell en su pulseada con Moreno, porque lo cierto es que el negocio de la petrolera en Argentina no presentaba demasiados riesgos ni audacia: se dedicaba (y todavía lo hace) a la venta directa y a la refinería, en la única planta que la empresa tiene en Avellaneda, pero casi no explora ni produce petróleo.
Bajo ese plan de negocios, Aranguren era más un administrador que un ejecutivo perfilado hacia la innovación. Durante su gestión, Shell prácticamente no prestó atención a la posibilidad de invertir en Vaca Muerta, el mega yacimiento neuquino de gas y petróleo. Y si bien ahora niega que Vaca Muerta esté estancada (por la caída del precio mundial del crudo, los costos dolarizados para desarrollar el fracking y los sueldos altos de los petroleros), el año pasado opinaba lo contrario: "El tiempo que lleva invertir para poder tener un desarrollo de energía eólica es más corto que lo que puede ser Vaca Muerta, que requiere un alto nivel de inversión".
Hasta hace muy poco, el ojo de Aranguren estaba entrenado para discriminar entre lo rentable y lo prescindible. Por fuera de esas dos variables, sólo había espacio para una ordenada vida familiar, partidos de golf y la campaña de Boca.
Cuando asumió como ministro de Energía y Minería de Mauricio Macri, en diciembre pasado, prefirió no dar discursos. La oratoria nunca fue el punto fuerte de este ingeniero químico de ojos saltones y, a esta altura de sus 61 años, ya no lo será. Pero de haberlo hecho, bien podría haber reciclado esa ironía de 2011 dedicada a Moreno. Porque su designación como ministro por parte de Macri se compuso de varias razones: su conocimiento del negocio energético y su familiaridad con las petroleras (Aranguren entró a Shell en 1977 y se retiró en junio de 2015, apenas cinco meses antes de incorporarse al Gobierno); sumados a su histórica cruzada para desregular el mercado petrolero (es decir, eliminar el control del Estado, y así atar el precio del petróleo local a los vaivenes internacionales de la cotización), y para eliminar los subsidios a la demanda de luz y gas, que durante años se tradujeron en facturas indiscriminadamente bajas para los ricos, los pobres y los del medio. Tras años kirchneristas de aliento al consumo (y por momentos al derroche), Aranguren llegó al Estado para darles una caricia monetaria a sus viejos colegas, sean representantes de mineras (el ministro anunció el fin de las retenciones a las exportaciones de minería, horas después del primer aumento de tarifas), de petroleras o distribuidoras de luz y gas. El supuesto de Aranguren para justificar ese gesto es que si ellos ganan más plata, tal vez podrían invertir un excedente y así mejorar la calidad de servicios que estaban al borde del colapso.
En esa hipótesis se va a jugar el éxito de su gestión. Y no sólo la de Aranguren, que podría abandonar el Gobierno sin alterar la esencia del catecismo PRO. Si el kirchnerismo apostó a mover la economía por vía del consumo, el macrismo depositó su confianza en una estampita a esta altura casi novedosa: la de la inversión privada.
Entre 2005 y 2015, la mezcla de tarifas quietas y boom de consumo hizo que la demanda en casas, industrias y comercios creciera un 41% en gas y un 58% en electricidad. En 2007, la Argentina cambió su estatus: pasó de de exportar gas a Chile (unos 20 millones de metros cúbicos diarios de gas natural licuado) a importar en barco desde Bolivia (30 millones de metros cúbicos).
Según datos del Ministerio de Energía, en la década 2005-2015 el Estado fue el principal encargado de financiar las boletas baratas, poniendo 51.000 millones de dólares de subsidio a la luz y 24.000 millones para el consumo de gas: en total, fueron 75.000 millones de dólares para sostener solamente el costo de generación, transportes y distribución (las tres patas del negocio del gas y la energía). Mientras tanto, las empresas cristalizaron un estado de queja permanente contra las políticas kirchneristas. Metrogas, la distribuidora más grande de Argentina, afirmaba estar al borde de la quiebra, al igual que las energéticas Edenor y Edesur (empresas que operan en la Capital y el Gran Buenos Aires, donde vive el 40% de los usuarios del país).
Lejos del paisaje energético de los 90, cuando los picos de consumo de electricidad se daban en verano, desde hace años los récords alternan indistintamente entre verano e invierno. Y los cortes de luz anuales pasaron, en una década, de cuatro a siete por cada usuario. En promedio, cada casa aumentó de seis a 33 las horas sin luz por año, muy por encima de la media mundial de dos horas anuales.
A caballo de su formación, su expertise y agenda de contactos, Aranguren prometió dar vuelta ese panorama. El ministro, sin embargo, no fue convocado solamente por esos atributos. Lo que lo cotizó entre las distintas fuerzas políticas no kirchneristas, al punto de convertirlo en una figurita tironeada entre el PRO, la UCR y el Frente Renovador de Sergio Massa, fue su fama de varón recio que se plantó contra el ex secretario de Comercio, mientras la mayoría de los CEOs y gerentes de Argentina prefería acatar a desgano, siempre y cuando los contadores de sus compañías no les hicieran un gesto de no con las manos.
Así, el comentario elogioso, aunque siempre en off, sobre "los huevos de Juanjo" se volvió un lugar común en las fiestas, cenas y cócteles empresarios de la última década.
La llegada de Macri a la presidencia, tras ganarle al peronismo con gol de oro en el balotaje, evidenció una suerte de triunfo cultural. Y el salto de Aranguren a la política, después de pasarse 38 años como empleado de Shell (donde cumplió el sueño americano de progresar desde pinche a presidente), es una de las pequeñas metáforas de ese cambio de época.
A diferencia de otros ministros que también arribaron desde las primeras o segundas líneas empresarias, todos incentivados por el canto de Mauricio, Aranguren no tuvo una experiencia de transición. El ministro de Transporte, Guillermo Dietrich, ejecutivo e hijo del dueño de las concesionarias de autos más grandes de Argentina, fue subsecretario de Transporte del Gobierno porteño entre 2009 y 2015. Esos seis años previos, en una administración mucho menos visible que la nacional, le sirvieron a Dietrich de entrenamiento sobre el lenguaje, las reglas y las hipocresías del nuevo mundo.
El equipo de funcionarios de Aranguren también cambió abruptamente su lado del mostrador: la mayoría pasó a controlar empresas en las que trabajaba hasta hacía pocos meses. Por caso: el secretario de Recursos Hidrocarburíferos, José Luis Sureda, fue vicepresidente de Ventas de Gas Natural de Pan American Energy (PAE); el secretario de Planeamiento Estratégico, Daniel Redondo, hizo su carrera en Exxon Mobil; el subsecretario de Energías Renovables, Sebastián Kind, era el especialista (y lobbista) en energía eólica de British Petroleum y PAE; y el subsecretario de Refinación y Comercialización, Pablo Popik, vino de la petrolera Axion.
En los entes reguladores del sector energético también desembarcaron ex gerentes. Macri eligió como presidente de Enargas a David José Tezanos, presidente de Metrogas y director de Gas de YPF. Para la presidencia del Ente Nacional Regulador de la Electricidad (ENRE) optó por Juan Garade, un contador público que trabajó casi once años como director de Planificación, Control y Regulación de Edesur y, antes de eso, fue gerente de Planificación Económica de Edenor.
Frente a las tarifas abultadas -en muchos casos impagables- que llegaron a las casas el mes pasado, los reclamos en los barrios se fueron dando de abajo hacia arriba, hasta imponer su agenda en los medios nacionales, la política y los juzgados. Las concentraciones inorgánicas, muchas veces protagonizadas por jubilados que cobran la mínima de 5.000 pesos, en las plazas y puertas de las distribuidoras de gas, se repitieron en las localidades bonaerenses de Morón, Ituzaingó, Castelar, Caseros, Junín y San Martín, en el barrio porteño de Chacarita, en Villa Gesell y la cordobesa Río Cuarto, hasta desembocar en un cacerolazo nacional.
Si bien el Gobierno anunció correcciones a sus tarifazos de trazo grueso iniciales, incluso en beneficio del millón de casas más acomodadas (que consume 20 veces más gas que las categorías menores y tendrá un aumento en la boleta de gas del 400% como máximo), el macrismo no replegó sus banderas. Al contrario, cada vez que Aranguren retrocedió un paso fue para avanzar otros dos.
"Estamos aprendiendo sobre la marcha", se sinceró en el Senado, a donde tuvo que ir medio obligado para atajar las críticas de la oposición. Lo habían convocado para que explicara por qué decidió subir entre un 400% y un 500% las boletas de luz y gas (o mucho más, en algunos casos que no obtuvieron una explicación clara), y un 30% el precio de la nafta, mientras en el mundo se desploma la cotización del petróleo (pasó de estar 110 dólares el barril en agosto de 2014, a 50 hasta hace un mes). Escuchar la versión de Aranguren era el objetivo de gacetilla del llamado: el real era pasarle una mano de lija al Gobierno, el ejercicio facilista de hacer tiro al pichón sobre el ex CEO de Shell.
Para el 22 de junio pasado, día de la exposición en el Senado, Aranguren ya se había consolidado como el ministro punching-ball del PRO. Casi todos los gobiernos cuentan con uno, en un malentendido muy común y funcional a la política: al presidente le conviene contar con ministros que lleven a cabo las medidas más antipáticas de su administración (lo que los vuelve potenciales fusibles), y a la oposición le permite criticar al oficialismo, sin hacer foco directamente en el presidente.
Nadie toma decisiones tan delicadas como el aumento de precios de servicios públicos básicos sin haber sido mandatado por el presidente y su mesa chica. Y pese a la obviedad del dato, fue Aranguren quien quedó bajo la lupa, señalado como el responsable de centralizar las críticas en contra del Gobierno.
Hasta Marcelo Tinelli, el argentino con el radar más afinado para detectar comportamientos sociales, había percibido que pegarle a Aranguren ya era gratis. Y por supuesto que así lo hizo: "Aflojá Aranguren!!!!! Es demasiado!!!", le dedicó desde su cuenta de Twitter, una vez que el ministro anunció que en 2017 habría nuevas aumentos.
Una combinatoria de factores, algunos inevitables y otros no tanto, había ayudado para ubicar a Aranguren en el papel del ministro maldito: su perfil brutalista ("Si el consumidor considera que este nivel de precios es alto, dejará de consumir nafta", había dicho en mayo); su condición de outsider de la política y del PRO, un partido con menos de 15 años de historia, pero en el que los "amarillos puros" miran con suficiencia a los recién llegados; su desdén por todo lo que suene politiquero o exceda la parte técnica de su gestión (todavía se niega a designar a un jefe de Gabinete para que le haga rosca en su favor); y su rol de policía malo que asumió para subir las tarifas muy por encima de la inflación.
Pero Aranguren llegó para comunicar algo más importante que un simple reajuste. Su mensaje a todos los argentinos es que no hay tal cosa como las tarifas baratas de luz y gas a las que nos habíamos acostumbrado. Por más de una década vivimos en Fantasy y, al revés de la canción de Charly, Aranguren afirma que estamos obligados a salir de ese mundo de ilusión. Según sus cálculos, por ahora no refrendados por la llamada RTI, Revisión Tarifaria Integral (cuyos resultados llegarán hacia fin de año), hasta diciembre pasado los usuarios estaban pagando sólo el 10% de lo que cuesta la luz, y un poco más del 20% del gas. Tras los tarifazos, las boletas se acercaron a cubrir un tercio del costo (en gas, alrededor de la mitad). Por eso Aranguren afirma que la suba no se puede hacer más gradual, en contraste con los fallos judiciales que le cuestionan dos aspectos: el carácter abrupto de los tarifazos y la falta de audiencias públicas para la participación ciudadana (según el Gobierno, serían la última etapa de la RTI). El ministro, sin embargo, está convencido: el cambio tarifario facilitará la aceptación cultural. La víscera más sensible nos educará. Y para los que no puedan pagar, contempló una tarifa social que cubre a 3 millones de usuarios de electricidad y 1,5 de gas.
Sobre la suba del 30% en el precio de la nafta, Aranguren explicó en el Senado que el mercado local no tiene conexión con la oferta y demanda global. Y le echó la culpa al kirchnerismo: "En el pasado, cuando el petróleo subió mucho, en la Argentina tuvimos precios muy bajos que desincentivaron la inversión y provocaron que hoy importemos electricidad, gas petróleo y combustibles derivados".
El precio del barril local de crudo está a casi el doble del internacional, a partir de un acuerdo entre las empresas y el Gobierno para no frenar todavía más la actividad petrolera en la Patagonia. En bruto, Aranguren plantea que si desregulara completamente el mercado de petróleo (y él es proclive a hacerlo), la importación barrería con la producción local y el precio de la nafta bajaría a la mitad. Pero a la vez se quedarían en la calle unos 400.000 trabajadores del aguerrido gremio de los petroleros. "No se puede, no estamos en condiciones de ser abastecidos por importaciones", concluyó.
Ese panorama puso en pausa la promesa de que Vaca Muerta convierta a Argentina en una superpotencia petrolera. Vaca Muerta es una roca hundida entre 1.000 y 3.000 metros bajo la superficie de Neuquén, parte de Mendoza y Río Negro; y tiene una extensión de 30.000 kilómetros cuadrados, casi igual a la de Bélgica. Se trata de un yacimiento de hidrocarburos no convencionales, en el que el mecanismo para dar con el petróleo y el gas (atrapados en forma de gotas microscópicas dentro de las rocas) es más complicado y costoso que el método clásico para yacimientos convencionales. La fracturación hidráulica, o fracking, es más cara que hacer un simple pocito. Y si bien el petróleo y el gas son las principales fuentes de energía del mundo (sumados al carbón, alcanzan el 85% del consumo), son pocas las chances de encontrar nuevas cuencas convencionales de gran volumen. Así, queda descartada la hipótesis de hacerse millonario al estilo Los Beverly Ricos, donde una familia de montañeses pobres encuentra por accidente petróleo en el fondo de su terreno. Pese a sus altos costos, Estados Unidos invirtió en los no convencionales y así logró en 2014 ser el primer productor mundial de hidrocarburos, por encima de Rusia.
Para Aranguren, sin embargo, el autoabastecimiento energético no es un objetivo en sí mismo. "No es relevante", había dicho antes de llegar a ministro. "Vaca Muerta va a seguir siendo para YPF y para el país una muy buena opción para recuperar la seguridad energética", declaró tibiamente una vez que asumió como ministro, forzado por el cargo a la corrección política.
"Hoy Vaca Muerta está agónica por la caída del precio del petróleo. Pero es recurso estratégico. Mi opinión es que habría que invertir con recursos industriales propios, aunque resulte más costoso, en función de alcanzar la soberanía energética", opinó el ingeniero Bruno Capra, investigador del Instituto de Energía Scalabrini Ortiz. Contemporáneo de Aranguren, ambos ingenieros de la UBA, Capra quiso marcar una diferencia con el ministro: "Yo analizo el tema energético desde la defensa de los intereses nacionales".
Coacheado por el equipo comunicacional del Gobierno para no sonar demasiado técnico o insensible, Aranguren dio parte de sus argumentos ante los senadores que integran la Comisión de Energía. Sentado a su izquierda con ánimo protector, el presidente provisional del Senado, Federico Pinedo, lo felicitó al terminar la exposición. Ninguno de los dos había adivinado la repercusión que tendría su confesión del aprendizaje "sobre la marcha".
La afirmación se refería específicamente a la tarifa social, pero a su vez va en línea con el discurso de un gobierno que se jacta de ser falible, a contramano del estereotipo del dirigente lleno de certezas. La oposición, sin embargo, la sacó ligeramente de contexto y la redireccionó hacia el escarnio de Aranguren. "Perdónenme la vulgaridad: andá Aranguren a hacer prueba y error con la puta madre que te re mil parió", le respondió días después el sindicalista bancario Sergio Palazzo.
Aranguren interpretó que el insulto no iba dirigido a él, sino a su madre. No sobreactuó indignación edípica: lo creyó genuinamente así, y le respondió al gremialista a través de una carta de lectores a La Nación: "Seguramente, el señor Palazzo no sabe que mi madre hubiera cumplido 82 años el pasado miércoles. El recuerdo que hizo de ella es bajo, vulgar, cobarde y no está exento de violencia de género".
aranguren atiende a todo aquel que se lo solicite. Si se hace el pedido formal, cualquier intendente, industrial, lobbista o director de una ONG podrá tener sus 30 minutos con el ministro. Aunque estén enojados, busquen presionar o realmente hayan quedado en la lona a partir de los tarifazos, los recibirá en su oficina: una sala amplia de paredes blancas, pisos de parquet, escritorio y sillas de madera opaca y un silloncito verde estilo inglés. El toque más personal de su despacho está en las plantas de interior, unas palmeritas chinas puestas cerca de la ventana, y en la acuarela melancólica de tres barquitos que navegan por el Riachuelo. Ubicada en el quinto piso del edificio de Paseo Colón 189, a la vuelta de la Casa Rosada, su oficina cuenta con el bien más preciado y escaso en las dependencias estatales: vista abierta y luz natural.
Lejos del patotero style de Guillermo Moreno, Aranguren no es un anfitrión imperativo ni pretende ser desafiante. Tampoco es un hombre dado al carisma o la seducción. La verdad es que ni siquiera se lo propone, al no contar con ambiciones ocultas de ascenso electoral. Su única meta, según confiesa ante los pocos ministros con los que tiene trato, es "deshacer el desastre que armaron Julio de Vido y Guillermo Moreno".
Cuando le vienen a hacer un reclamo, saca una lapicera y toma nota en un cuaderno. Pero jamás hace promesas que se alejen de sus convicciones. En febrero pasado, recibió en su oficina a las diputadas Victoria Donda y Gabriela Troiano, junto a Héctor Polino de Consumidores Libres y otros representantes de ONGs. Le plantearon que las tarifas sociales eran insuficientes, y que las pymes y los clubes de barrio no podrían pagar.
Aranguren escuchó, anotó y, al final del encuentro, reafirmó sus certezas previas: "Las tarifas están atrasadas y éste es el momento de actualizar los valores". Los dirigentes se fueron desconcertados. "Fue todo muy amable, pero ni siquiera aceptó revisar lo que le planteamos", cuenta Polino.
Recién un mes más tarde, frente al pressing de los gobernadores, Macri decidió ponerles un tope de 400% a los aumentos del gas para los clientes residenciales de todo el país (a igual nivel de consumo del año anterior), y un límite de 500% al incremento en la factura de los comercios, las pymes, los hoteles de turismo y los clubes de barrio.
A más de siete meses de haber arrancado el gobierno PRO, toda la oposición y una buena parte de los aliados radicales del oficialismo reclama la renuncia de Aranguren. Y la exigen por más de un motivo a la vez: le reprochan los tarifazos, su decisión de mantener su patrimonio en el exterior (tiene cuatro millones de euros en Holanda) y de retener 16 millones de pesos en acciones de Shell.
Ante esa cruzada, su principal reaseguro para mantenerse en el cargo es que Macri está tan convencido como él de la necesidad de subir las tarifas. Pero hay un motivo más pragmático (el único valioso, cuando las papas queman) para apostar por su supervivencia. "Mientras lo puteen a él y no a Mauricio, las cosas no son tan graves", resume un asesor presidencial que tiene oficina en la Casa Rosada.
Macri, por ahora, no piensa en inducir su renuncia. Mientras tanto, Aranguren se resiste a vender sus acciones en Shell, parte de un premio que recibió de la empresa en 2008. "Es mi jubilación y la herencia de mis hijos. ¿Y si me echan mañana?", se justifica en privado, cuando le reclaman que venda las acciones de una vez.
Si le sacamos el zoom a su vida y obviamos los detalles, la existencia de Aranguren se puede fraccionar fácilmente. Se pasó 22 años como estudiante, 38 como empleado de Shell, y siete meses como ministro nacional. Así visto, resulta comprensible que no sienta propio su rol de funcionario, ni termine de asumir sus enormes responsabilidades políticas.
Así como Guillermo Moreno llegó a convertirse en la caricatura del kirchnerismo, Aranguren parece satisfacer los prejuicios que todavía pesan sobre el PRO. Fue CEO de Shell hasta cinco meses antes de asumir; tiene acciones de una empresa que está bajo su órbita de control; se enorgullece de ser brutalmente honesto y no tener muñeca política. Frente a problemas macroeconómicos, técnicos o de instrumentación, la respuesta de Guillermo Moreno era siempre la misma: "¡Es la política, oligarca!". El ministro de Energía y Minería de Macri, en cambio, argumenta en base a un Power Point en el que las subas de precios nunca llegan a cubrir los costos de la producción.
Por Andrés Fidanza